
El amor me
llevó a Hannóver, mi ciudad actual de residencia, en las postrimerías de un verano,
de esto hace ya treinta y un años. Había por entonces dos Alemanias. Hannóver
estaba situada cerca del borde de una de ellas, en el confín del mundo
occidental o mundo libre, según el convencimiento general de la época.
Más allá se
alzaba el silencio impenetrable del llamado telón de acero, que reproducía a lo
largo de anchas tierras boscosas el viejo designio de unos lápices victoriosos
sobre un mapa. Sin el ajetreo ni el mestizaje cultural propio de las ciudades
de paso, sin la vitalidad de los lugares fronterizos (a pesar de hallarse cerca
de una frontera y ser la capital de un estado federado), Hannóver conllevaba
con resignación su destino gris de fin de trayecto. Hannóver era todavía, en la
década de los ochenta, antes de la unificación alemana, el nombre de una vía
muerta.
A mí, en su
día, como de costumbre cuando llego a un sitio desconocido, me tentó perderme
por las calles en compañía de mis pensamientos. Me animaba el propósito común
de verificar con ayuda de las fachadas, de los monumentos y los detalles
ornamentales antiguos, el mayor o menor prestigio histórico del lugar.
Rápidamente comprobé que por entonces el rostro de Hannóver carecía de edad. La
ciudad no estaba en la ciudad. En vano busqué vestigios de otras épocas. Hallé,
sí, a costa del esfuerzo caminante de mis piernas, media docena de ruinas
dispersas, cuidadas con pulcritud y consagradas al recuerdo y escarmiento de
las generaciones venideras: apenas unas paredes sin techo, cada una con su
correspondiente placa explicativa y sus vigas y maderos de apuntalamiento, y
todas ellas sin excepción circundadas por la fealdad arquitectónica de los años
50 y 60 del siglo XX.

Los
bombardeos aéreos de los aliados, en el transcurso de la Segunda Guerra
Mundial, arrasaron la ciudad. Hannóver semejaba en la primavera de 1945 una
escombrera. Sobrevivió el topónimo, un número trágicamente escaso de fachadas
venerables y una población de viudas y solteras dispuestas a reunir los
ladrillos desparramados por el suelo y emprender sin demora la reconstrucción
de la ciudad. Hay en el vestíbulo del Ayuntamiento una exposición permanente de
maquetas para que el visitante se estremezca viendo lo que la ciudad fue y ya
nunca más será.
Por espacio
de largas décadas Hannóver contó tan sólo, para alimentar unas pocas llamas de
orgullo local, con una explanada donde se ubica su vasta y conocida feria de
muestras, y con la fama honrosa de hablar el alemán genuino o Hochdeutsch.
Sufre Hannóver
sin sobresaltos otros infortunios lentos y perdurables, como el infortunio de
no lindar con el mar. Dicen algunos, mostrando a manera de prueba alguna que
otra concha fosilizada, que en periodos geológicos anteriores la llanura sobre
la cual la ciudad se asienta fue fondo oceánico. Lo cierto es que hoy no les
queda a los hannoveranos más consuelo acuático que los paseos en barca de
alquiler por un lago de dimensiones considerables, el Maschsee, de pronunciación
difícil para la boca latina. Es un lago artificial, obra del nazismo, que puso
a excavar con palas y picos un hoyo enorme a cientos de ciudadanos varones con
la idea de falsear después la tasa del paro. De aquel furor actualmente sólo
queda, por fortuna, la agresividad ocasional de los cisnes.
Más difícil
lo tiene la ciudad para superar sus complejos derivados de la falta de montes y
colinas. A Hannóver jamás llegó la invención de la cuesta. Sobre Hannóver, cada
año, por noviembre más o menos, se cierne una capa uniforme de nubes grises que
se come el brillo de las cosas y erosiona como una lija el ánimo de la gente.
Eso, por más que ayude a entender ciertas actitudes románticas de la cultura
alemana, es, a mi juicio, lo peor del sitio.

Hannóver
cambió de golpe a raíz de la unificación. Por de pronto dejó de estar en el
borde. De la noche a la mañana, como quien dice, le fue devuelta la posición
geográfica central que tuvo antaño. Se ha llenado últimamente de novedad y
audacia arquitectónica, y ya no es raro que el ojo del paseante encuentre
incentivos para detenerse a observar con deleite y atención. La modernidad no
le ha robado a Hannóver sus proporciones humanas. Sigue prohibido el
rascacielos. Las calles, hoy por hoy, rebosan de seres humanos de todas las
apariencias y colores. Allá se alinean unas cuantas verdulerías turcas, más
allá se alza una mezquita, por ahí andan bailando flamenco unas muchachas
esbeltas con pinta de ser cualquier cosa menos andaluzas. Hannóver retoza hoy
como un niño, como una ciudad-niño renacida de unas cenizas que ya no la tiznan, que se llevó (esperemos que para siempre) el viento
incesante de la Historia.