
Aurora Egido fue elegida el año pasado académica de la RAE. A principios
del próximo mes de junio pronunciará su discurso de ingreso. Soy más aficionado
al curling que a los actos institucionales; así y todo, a este asistiría con
gusto. Desde que me concedió su premio, la RAE me envía a mi domicilio de
Alemania tarjetas de invitación a los diferentes actos de ingreso; pero vivo
lejos y, si me ausento, ¿quién se habría de ocupar de mis amapolas?
Tuve en el curso 1979/80 a Aurora Egido de profesora de Literatura Española
del Siglo de Oro en la Universidad de Zaragoza. Una eminencia de treinta y
tantos años, melena exuberante, un punto rojiza; erudición para llenar cinco
cisternas sin aburrir, belleza facial, amenidad didáctica, ironía. Aurora Egido,
por los pasillos de la facultad, parecía recién salida de un cuadro de Botticelli.
Era severa en las calificaciones. Restaba puntos, según me han dicho (porque yo
no...), por las faltas de ortografía. Me puso la nota máxima. Y no es que yo
fuera un empollón. Es que me habría dado mucha vergüenza suscitar un gesto de
decepción o de reproche en aquella hermosa cara, agraciada envoltura de un
cerebro sabio que a su vez encerraba una copiosa biblioteca. Se decía de ella
que era especialista en Gracián, en los Argensolas. A mí se me figuraba
especialista en esos y en todos, y además era una excelente comunicadora. La
escuché una tarde embobado durante una conferencia que dio sobre Carmen Martín
Gaite. La habría escuchado con idéntico arrobo aunque hubiese hablado de
labores de punto.
Le hice, porque había que hacerlo (tamaño y fecha de entrega prefijados),
un largo trabajo escrito sobre Juan de Arguijo (1567-1623). Sonetos y eso. Lo
tildó de poeta menor. Me dieron ganas de despreciarlo allí mismo, a voz en
grito. Arguijo, mediocre, chapucero. Sin embargo, leído, no estaba mal.
Me encontré, gran sorpresa, con Aurora Egido en octubre de 2009 en Münster
(la de la Paz de Westfalia de 1648), con ocasión del VII Congreso de Cervantistas.
No se acordaba de mí. Puñetera. Sí de Juan de Arguijo. O sea, ¿del mediocre sí
y de mí, no? Le menté al viejo sonetista sevillano. Y profesora a fin de
cuentas, se arrancó por las calles de Münster a desembuchar en tono informal
conocimientos.
Tuvo la deferencia de asistir a mi conferencia sobre el chestoberol. De pie
ante el atril, mientras parlaba en el espacioso recinto, me tomé la molestia de
contar el número de asistentes. Quince (mi antirrécord siguen siendo los cinco
de Córdoba cuando fui a presentar El
vigilante del fiordo). De los quince, no más de tres desconocidos. Me da
igual. Divisé en la tercera fila la sonrisa de Aurora Egido, para mí preferible
a una muchedumbre. Fernando Valls nos sacó la foto que coloco al pie de esta
página. La publicó por entonces en su blog, La
nave de los locos.
Gran honor para mí ver a Aurora Egido con un chestoberol en la mano. La tranquilicé: no explota. Confío en que persuadirá a sus compañeros de la RAE a meter la palabra en el diccionario. Llevé
asimismo a la conferencia un Aleph borgiano, que no funcionaba. En la foto no
se distingue porque me lo acababa de meter en un bolsillo. En cuanto al Yelmo de
Mambrino, maldita sea, me lo olvidé en casa y durante mi intervención hube de
omitir un largo pasaje. Así no se triunfa en la vida.